Esta tradición habla de un espectro con forma de
perro negro grande y encadenado, de ojos rojos encendidos, a menudo con dientes
de jaguar y patas de cabra, que se aparece por los caminos a deshora para
acompañar a los noctámbulos que andan en malos pasos, generalmente en estado de ebriedad,
y advertirles para que cambien su forma de ser. No es de carácter bravo o
sanguinario y jamás ataca a ningún hombre. En otras versiones se narra que, cuando
los niños se desvelan, puede ser invocado, y al poco tiempo se escucharán las
uñas en las baldosas o las paredes de la casa, con su aliento resoplando por
una hendija de la ventana, sin marcharse hasta que haya silencio y el niño
caiga en profundo sueño. Es característico de las historias que se cuente que,
en vez de verlo, solamente se haya escuchado el sonido de las cadenas
arrastradas sobre las baldosas o el pavimento del camino.
La versión más popular relata que se trató de un
hijo menor (un benjamín o, como típicamente se les llama en Costa Rica,«cumiche»)
que vivía en un total libertinaje, y sufrió la maldición de su padre; o bien,
un sacerdote corrupto que fue castigado por Dios. Otra versión narra que se
trataba de un joven hijo de un alcohólico, el cual recibía, junto a su madre,
el maltrato por parte de su padre, y que, intentando corregir los malos pasos
de éste, se disfrazó de un animal negro y peludo, saliéndole al paso una noche
en que el hombre venía totalmente ebrio. Tras el susto, éste se dio cuenta de
que era su hijo, por lo que, maldiciéndolo, lo condenó a vagar en forma de
perro espectral que sigue, pero no daña, a los bebedores que trasnochan.
Se cuenta que, tras cien años de penar, el Cadejos
se transformó nuevamente en un ser humano, y posteriormente se suicidó
arrojándose al cráter del volcán Poás. Pese a esto, no murió, y es él
quien provoca los estremecimientos del coloso.
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