Probablemente derivados de la mezcla de los trasgos españoles
con los espíritus guardianes de la tierra indígenas, los duendes folclóricos
costarricenses se describen como criaturitas con vestidos de colores, de
treinta centímetros de altura, que parecen niños barbados, y sus huellas tienen
la forma de las de un ave, un gallo.
Traviesos y juguetones, una leyenda indígena dice
que en la primera batalla entre el Diablo y Dios, los duendes no siguieron a
Dios ni apoyaron al Diablo. Esa apatía da origen a su condición de seres
neutros, ni buenos ni malos.
Las creencias folclóricas de los campesinos dan fe
de que, en su afán por actividades lúdicas, si se ensañan con una familia ponen
de cabeza la casa. Vierten cenizas o heces en los alimentos, dejan caer los
comales, rompen platos, vasos, etc. Pero si se encariñan con los habitantes de
la casa son excesivamente complacientes: hacen la comida, alimentan a los
animales, limpian los utensilios culinarios, desgranan el maíz, hacen los
quehaceres domésticos, etc. La más popular de las leyendas sobre duendes
en Costa Rica, habla de una familia que decidió mudarse por los continuos
asaltos de los duendes a su vivienda. Ya de camino, en la carreta, la esposa
sintió deseos de hacer sus necesidades, y descubrió que habían olvidado el bacín de
madera, y al comentarle a su marido lo sucedido una vocecilla dijo: "Aquí
está", y se oyó cuando el duende puso el recipiente en el piso de la
carreta.
Su conducta con los niños varía. En lo común, las
leyendas narran que los secuestran, tentándolos con juguetes y confites
(dulces), para jugar con ellos y devolverlos, o para hacerles maldades
(pellizcos, coscorrones). Pero, siempre según el folclore, cuando nace el hijo
o hija de una familia bienamada por ellos, se encariñan con un infante por su
inocencia, pasan a ser una especie de segundo ángel de la guarda.
Como todo duende legendario, los duendes
costarricenses poseen poderes mágicos. Muchas veces los usan para gastar bromas
pesadas, como hacer que los viajeros apurados se extravíen o, en un relato,
llenar a una mujer de vello.
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